domingo, 2 de abril de 2017

EL BUEN LADRÓN - TIZIANO



 EL BUEN LADRÓN
El buen ladrón (1566). Pinacoteca nacional. Bolonia, Italia.
Óleo sobre lienzo
Tiziano
(Mateo 27, 38): “Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda”. (Lucas 23, 39): “Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: ‘¿no eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros’ pero el otro respondiéndole e increpándole le decía: ‘¿Ni siquiera temes a Dios estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, estamos justamente porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio éste no ha hecho nada malo”. Es sorprendente que éste –llamado por la tradición “buen ladrón”– se diese cuenta de la inocencia de Jesús, hasta el punto de manifestarlo públicamente en el mismo patíbulo. Enseguida notó que aquél condenado no era normal. Seguramente fue adelantado el momento de su propia condena, aprovechando la ejecución de Jesús. Eso haría que en principio no pudiese ver con buena cara al causante de las prisas en su crucifixión. Pero ¿qué vería este hombre en Jesús?Miraría su vestidura de túnica inconsútil, bellísima, pero llena de sangre y sudor. Lo observaría cargado con el madero y previamente flagelado. Coronado de espinas. Con moratones de golpes en el rostro. Fijaría sus ojos en aquella faz de mansedumbre y hasta sus oídos llegaron retazos de su oración. Vio cómo miraba con infinito amor a unas mujeres que a la vera del camino lloraban por él y cómo tenía la fuerza moral de consolarlas. Contempló su estado tremendo de sufrimiento, pues hubo que pedir ayuda a un viandante –Simón de Cirene– para ayudar a llevar a Jesús el leño hasta el lugar de la ejecución. Se maravilló ante la actitud dolorosa pero a la vez serena de la madre de aquel hombre. Escuchó cómo perdonaba a sus propios verdugos. Y sobre todo, se cruzarían miradas, que el malhechor no podría rehuir. ¿Qué tendrían esos ojos, penetrantes, plenos de amor, llenos de delicadeza y paz? Sabía que era increpado por algunos príncipes y algunos escribas. Conocía que el motivo de su muerte era la “libertad de expresión”, de decir lo que estimaba conveniente –lo que algunos llamaron blasfemia–, mientras que él mismo sí era culpable de daño a terceros.
En la Iglesia de Oriente, tanto la ortodoxa como la católica, se venera a ese buen ladrón. Una arcana tradición lo llama Dimas y se le considera un buen intercesor ante Dios. Es claro que Dimas llevó durante el penoso viaje hacia la muerte un proceso de conversión. Algo tenía aquel hombre; él, en cambio, era un auténtico delincuente. Su corazón se llenaría de congoja, al ver la humildad y la infinita paciencia de Jesús de Nazaret. Al final concluyó que aquél era mucho más que una persona singular. Terminó haciendo un acto de contrición ante Dios. Una vez en el patíbulo –todo un ejemplo de muerte aceptada, aunque fuera horrible y desgarradora– se dirigió a Jesús, probablemente entre lágrimas de arrepentimiento: “‘Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino’. Jesús le dijo: ‘en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Un apunte curioso. Los artistas, para realzar el sufrimiento de Jesús, mientras a éste lo pintan crucificado con clavos al madero, a los otros ejecutados los dibujan cosidos a la cruz con cuerdas. Pero ello es la mera buena intención del autor, pues tiene más sentido que los tres fuesen crucificados de la misma manera, con clavos.

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